Se dice de Hernán Cortés, que en 1528 estando de visita en el Monasterio de La Rábida se encontró allí con otro extremeño con quien años atrás había coincidido en La Española. Vestía sombreo y botas blancas porque así lo hacia el Gran Capitán y se llamaba Francisco Pizarro.

Pizarro había nacido en Trujillo (Cáceres) en 1475 y de su infancia se sabe tan solo que no recibió instrucción alguna, que fue porquerizo y que siendo muy joven participo en las guerras de Italia donde sirvió a las órdenes de Fernández de Córdoba.

Ambicioso por naturaleza y sin nada que perder, pronto sintió la prometedora llamada de Las Indias, y en 1523 zarpa rumbo a La Española formando parte de aquel vivero de conquistadores en que se había de convertir la segunda expedición de Cristóbal Colon, tomando desde entonces parte activa en cuantos hechos destacables ocurrieron en el continente americano hasta 1524.

Las terribles circunstancias en las que había vivido los últimos quince años no habían contribuido para nada en mejorar el retrato de un Pizarro, que a caballo de los cincuenta, no ríe nunca, apenas habla, es autoritario y rudo y que para conseguir riquezas sería capaz de matar sin el más mínimo reparo.

El brillo del oro que Pascual de Aldagoya exhibía ante quien quería verlo, convenció a Pizarro para asociarse con Diego de Almagro y el clérigo Fernando Luque, invirtiendo los tres juntos todo su capital en financiar una expedición de rescate a aquel dorado reino, acordando repartir las ganancias entre los tres por igual.

En noviembre de 1524, entre ovaciones y gritos de despedida la expedición partió de Panamá con ciento catorce hombres rumbo hacia el sur al mando de Pizarro, pues Almagro se ha quedado en la base para terminar de alistar su barco y Luque permanecerá siempre en Panamá. Pero el extremeño y su socio no se encontraron en la ruta hacia el sur, en la que ambos, sobretodo el primero, sufrieron mil peripecias, regresando sin obtener beneficio alguno.

Vencida la resistencia del gobernador a autorizar una segunda expedición, esta parte en 1526 a bordo de dos barcos que transportan 160 hombres y algunos caballos, pero ante la escasez de los medios de que disponen, Almagro regresa a Panamá mientras Pizarro le espera en la Isla del Gallo.

Pero entretanto, en Panamá la situación ha cambiado radicalmente. Pedralbes ha sido sustituido en su cargo y el nuevo gobernador Pedro de los Ríos, se muestra reacio a autorizar iniciativas de ese tipo, y envía a Juan Tafur para comunicar a Pizarro que la expedición ha terminado, mientras ordena el regreso de los hombres a Panamá con la sola excepción del comandante, que de querer continuar el solo, queda autorizado para hacerlo.

Recibida la noticia, Pizarro, que siente como se esfuma su última oportunidad para la gloria, traza con la espada una línea sobre la arena y arenga a sus hombres a que crucen la raya, diciéndoles que al otro lado solo están Panamá y la miseria; solo trece hombres dieron el paso. Son los conocidos como “Los Trece de la Fama” que aún hoy figuran en una capilla de la Catedral de Lima. Una vez tomada la decisión el piloto Ruiz se llevó en un barco a los desertores mientras Pizarro se trasladó a la isla Gorgona, donde si bien encontraron agua, la niebla constante y el acoso de las fieras que la poblaban hacían un infierno de aquel lugar.

Cuando Ruiz regreso, siete meses después, los españoles pudieron al fin seguir viaje hacia el sur, haciendo su primera escala en Tumbez, donde fueron recibidos como si de una villa castellana en fiestas se tratara. Aquellos indios no lanzaban flechas y sus mujeres arrojaban a su paso flores y pequeñas joyas de oro, mientras un alto personaje de entre los nativos les agasajaba con vasos de oro y con perlas, haciendo mención, como ya ocurriera con Cortés en Méjico, sobre la leyenda de los dioses barbudos que habían de llegar y abriendo las expectativas de encontrar mayores tesoros en una ciudad llamada Cuzco, donde residía el gran Inca, señor de todos ellos.

Pero el delirio con que la expedición fue recibida de vuelta a Panamá quedó nuevamente eclipsado por la actitud de Ríos, que no está dispuesto perdonar la desobediencia y niega sistemáticamente el permiso que necesita el extremeño para regresar al Perú, pero Pizarro, que no está dispuesto a renunciar a su sueño, ante el asombro de sus socios, toma la decisión de embarcarse rumbo a España para informar personalmente al Emperador.

Bien por la supuesta mediación de su paisano Cortés o bien por cualquiera otra circunstancia, Pizarro se dirige hacia Toledo, donde ya le espera Carlos I, que emocionado por el relato del extremeño, pero sin apartar los ojos del tesoro traído con él, concede sueldos y honores a “Los Trece” y autoriza a Pizarro a adentrarse en el Perú, hasta donde quisiera, otorgándole curiosamente, a secas, el título de “Marqués”.

Después de firmar las Capitulaciones Pizarro salió con su sequito camino de Trujillo donde causó asombro entre sus paisanos a los que invitó a unirse a su aventura. Finalmente, en enero de 1530 acompañado de sus hermanos Hernando, Gonzalo y Juan parte para Panamá con una flota de cinco navíos abarrotados de hombres, caballos, alimentos y armamento, para la decisiva conquista del Perú, tierra que ha sido bautizada oficialmente como Nueva Castilla.

Entretanto, en el Perú, Atahualpa recibe las primeras noticias del desembarco de aquellos hombres blancos que vestidos de hierro se acompañaban de unos animales más grandes que las llamas cuyos sonidos producen espanto entre quienes los escuchan amén de haber oído en las noches frías de los Andes unos truenos misteriosos y que no son venidos del cielo porque están hechos por el hombre blanco.
Mientras el Inca y sus consejeros despejan sus dudas, Pizarro, después de apoderarse de Tumbez donde ha dejado una pequeña guarnición, atravesando con armaduras, caballos e impedimenta aquellos insondables abismos andinos, consigue alcanzar el fértil valle de Cajamarca, un verdadero paraíso para aquella tropa destrozada por la penosa caminata.

Una vez establecido y tomadas todas las medidas necesarias para su defensa Pizarro decide enviar a Hernando de Soto al campamento de Atahualpa, con el inaudito mensaje de que baje rápidamente al lugar donde se encuentra, ya que es el quien representa al señor más grande de toda la tierra.

Bien sea por la confianza que le proporciona su aplastante superioridad numérica o bien por cualquier otra causa, lo cierto es que Atahualpa, ordenó la marcha hacia el campamento de los españoles, apareciendo ante los ojos de los conquistadores precedido de cientos de indios que barrían y alfombraban el suelo al paso de su litera mientras perfumaban el ambiente, al tiempo que la tropa española oculta, apenas podía dominar su angustia y su miedo ante la desigualdad de la contienda que se avecinaba.

Un gesto de Atahualpa, seguramente más de sorpresa que de desprecio, ante los objetos religiosos que se le presentaron para que los besara, fue la señal que desencadeno el infierno: los artilleros dispararon sus armas al unísono mientras los infantes acuchillaban por doquier entre grandes gritos y los caballos sembraban el terror y sus jinetes lanceaban a derecha e izquierda. El pánico entre aquella gente fue indescriptible y la matanza también. Finalmente, Atahualpa, impertérrito, se rindió con los nobles que le acompañaban mientras los sobrevivientes de aquel ejército de ocho mil indios huían en desbandada perseguidos por los terribles monstruos de ojos de fuego y espumeantes belfos.

Una vez hecho prisionero, dándose cuenta del aprecio que los españoles sentían por aquellos metales que llamaban oro y plata, propuso a Pizarro comprar su libertad a cambio de llenar con ellos la habitación donde estaba recluido hasta la altura que marcase su brazo totalmente levantado. Ni que decir tiene que Pizarro acepto inmediatamente su propuesta, mostrándose escéptico en cuanto a su cumplimiento, pero lo cierto es que tres meses después el habitáculo estaba lleno hasta la altura acordada; un tesoro fabuloso, una fantasía para ser contada en el mundo entero.

Pero si bien el Inca había cumplido su parte en el trato, Pizarro nunca pensó realmente en dejar en libertad a su rehén, por lo que una vez cobrado el rescate Atahualpa fue sometido a un simulacro de juicio y condenado a morir, siendo ajusticiado a garrote el 29 de agosto de 1533 en la plaza de Cajamarca.

Desaparecido Atahualpa, el interés de los españoles se centra exclusivamente en el fabuloso botín que Pizarro ha decidido repartir allí mismo, y concluido a satisfacción de todos el festivo reparto, los dos socios allí presentes emprenden el camino hacia Cuzco donde les espera otro deslumbrante tesoro. El quince de noviembre de 1534, la conquista del Perú había terminado.

Pero pronto estallaron las diferencias entre los dos conquistadores. La reclamación de Almagro sobre la posesión de Cuzco enfrentaría a ambos en Salinas, a las afueras de la gran ciudad, que se saldó con la derrota de este y el enjuiciamiento y ejecución del perdedor.
Estaba pues Pizarro en la plenitud de su poder. Disfrutaba en Lima, ciudad que había fundado a su capricho, después de haber dibujado el mismo sus planos pese a ser analfabeto, de una mansión que tenía un aire palaciego y para él se había terminado la guerra y también la codicia por el dinero, manteniendo unas buenas relaciones con la Corte a donde con frecuencia mandaba magníficos presentes de oro y plata. Ya nada podía inquietarle, ni siquiera aquel mulato de veinte años hijo de Almagro, que intentaba desesperadamente reclutar un ejército con el que enfrentársele.

El domingo veintiséis de junio de 1541, mientras cenaba con unos invitados, un grupo de Almagristas, consigue forzar la entrada al palacio tomando a Pizarro totalmente desprevenido, que una vez recuperado de la sorpresa, hecho mano a la espada como en sus mejores tiempos, y aún consiguió mantener a reya a aquellas gentes mientras le aguantaron las fuerzas. Finalmente, una estocada en el cuello asestada por un tal Barragán le derribó a tierra, mientras un cántaro que el sicario estrello contra su cara remató la faena. Almagro “El Mozo” había vengado la muerte de su padre.

Un matrimonio de Trujillo consiguió envolver el cuerpo examine del conquistador y amortajarle con habito de Santiago. Pizarro fue enterrado en el mismo patio de los naranjos del palacio, mientras por las calles de Lima la venganza se extendía entre los íntimos del conquistador.
Es Lima la capital de La Republica del Perú, situada en la costa central del país, a orillas del Océano Pacifico, conformando una popular área urbana conocida como Lima Metropolitana que cuenta con más de 9 millones de habitantes.

Existen una ciudad, una provincia, y un estado con este nombre en el país andino como huella del conquistador extremeño.
Al igual que lo sucedido en el caso de otros importantes enclaves monumentales, os tendréis que contentar con una pequeña muestra que comenzaremos, sin ningún orden preestablecido, por Arequipa y El Valle del Colca, para continuar por El Camino del Inca, Chiclayo, Cuzco y Machu Picho, asi como Iquitos, el Rio Amazonas, el Lago Titicaca, El Desierto de Nazca y La Reserva de Paracas, sin olvidar recorrer las ciudades de Trujillo y Lima, capital del reino.

La Trujillo española es un municipio de la provincia de Cáceres en la Comunidad Autónoma de Extremadura cuyo conjunto urbano está declarado desde 1962 Bien de Interés Cultural, que podemos visitar empezando por la Plaza Mayor, en sus orígenes ocupada por arrabales, artesanos y comerciantes, para posteriormente construirse en ella palacios y casas señoriales, convirtiéndola a partir del siglo XVI en el foco central de la vida de la ciudad, y donde hoy se exiben la estatua ecuestre del conquistador, para proseguir por las casas fuertes como la de Los Altamirano, los Escobar, Chaves, o La Cadena del Peso Real y los palacios de los Marqueses de la Conquista, el de los Orellana-Pizarro, de San Carlos, del Marquesado de Piedras Albas, el de Chaves, Santa María de Los Barantes-Cervantes y los de Juan Pizarro Arjon, y El Municipal o Alhóndiga, siguiendo el recorrido por La Judería y Los monumentos religiosos de las iglesias de Santa María Tours, San Francisco y Santa María la Mayor, la más destacada, construida sobre un edificio del siglo XIII y de la que aún se conserva la Torre Oriental, sin olvidar en templo de Belén, San Jose, Santa María Magdalena y San Juan Bautista, levantadas en cada uno de los 4 barrios de la ciudad, además de los conventos construidos entre los siglos XV y XVI como el de San Pedro y Santa Isabel, San Miguel, San Antonio, La Merced, Los Dominicos, La Caridad y Santa Clara, donde está emplazado el Parador de Turismo, la mayoría de los cuales cuenta con iglesia propia, dejando para el final el Castillo de Trujillo, fortaleza levantada entre los siglos IX y X, situada en lo alto de un cerro, lo que le permite ser visto desde muchos kilómetros a la redonda, que alberga en su interior dos aljibes árabes, ambos cubiertos con una bóveda de medio cañón, asi como las murallas, con algunas torres y almenas y las 4 puertas que aún se conservan de las 7 originales, quedando dentro del recinto amurallado el conocido como “Barrio Viejo de la Villa”.

Después de visitar la ciudad, podemos seguir un recorrido hasta la capital por las cercanas poblaciones de La Cumbre a 11 Kilómetros, Madroñera (14), La Aldea del Obispo (14), Herguijuela (16), Santa Cruz de la Sierra (17), Ibahernando (17), Puerto de Santa Cruz (18), Ruanes (20), Torrecillas de la Tiesa (22), Plasenzuela (24), Robledillo de Trujelos (25), Villamesias (27), Santa Ana (28), Garciaz (32), y Carrees a 46, preciosa ciudad que merece una visita por si sola.